Recordando a Alberto Breccia, El Viejo
Hay personas que a uno lo marcan para toda la vida. Alberto Breccia («El Viejo») fue, en mi caso, una de ellas. Tuve el privilegio de ser su alumno durante dos fructíferos años. De esto hace más de 25, y sin embargo lo recuerdo con tanta nitidez que pareciera que fue ayer. Recuerdo ir cada sábado por la tarde a su casa de Haedo (Pcia. de Buenos Aires), tocar el timbre, esperar a que el Viejo abra la puerta, subir la vieja escalera esquivando gatos mansos y entrar a su taller/guarida.
En ese momento ya tenía la intuición de estar presenciando algo fuera de lo común: un alquimista deseoso de compartir sus fórmulas secretas, es decir, un verdadero Maestro.
Todo lo que había en ese taller destilaba magia arcana, empezando por la biblioteca más nutrida que vi en mi vida y continuando con el augusto retrato del Viejo hecho por su hijo Enrique («Él sí que es un artista virtuoso, yo no», solía decir). Y luego estaban sus charlas, que eran la verdadera herramienta mediante la cual realizaba su labor: abrir mentes. Porque el Viejo no enseñaba dibujo, ni «técnica de la historieta», como a él le gustaba decir; no, el Viejo abría mentes. Ése era su cometido. Y en esas charlas, que a menudo eran iniciáticas, se podía saltar con absoluta naturalidad de Lovecraft a Carlos Gardel, y de éste a Borges, pasando por Chaplin o el expresionismo alemán.
De mi paso por su taller me quedan -además de un hermoso dibujo dedicado y un profundo cariño por ese viejo gruñón y entrañable- una ristra de frases memorables que guardo como tesoros. Cito algunas: «el estilo es una cárcel», o «dibujar es muy fácil, es como simular un tablero de ajedrez: al lado de un casillero blanco, siempre va uno negro», o «el talento derriba muros», o «el arte es una de las formas más eficaces de sacar provecho de la angustia existencial».
Qué bueno pasar por la vida marcando a la gente, como el Viejo Breccia, mi maestro.